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The Matchless Pearl (Spanish)

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  • Format: Folded Tract
  • Size: 3.5 inches x 5.5 inches
  • Pages: 6
  • Imprinting: Available with 5 lines of custom text
  • Version: RVR-1960
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La Perla Incomparable

Un fuerte chapoteo fue seguido por muchos rizos, luego el agua debajo del muelle se aquietó. David Morse, misionero, se agachó sobre el muelle, sus ojos clavados en un hervor de burbujas que subían a la superficie desde la profundidad. En un momento su antiguo amigo Rambhau, indio y pescador de perlas, apareció y subió ágilmente al muelle sonriendo.

–Vea esta, Sahib, –dijo Rambhau, sacando una ostra grande de entre sus dientes–. Creo que será buena.

Morse se la tomó y la abrió con su cuchillo. –¡Rambhau! ¡Mire! –exclamó Morse–. ¡Es un tesoro!

–Sí, es buena, –admitió el buzo con un tiro de hombros.

–¡Buena! Es perfecta, ¿no? ¿Jamás ha visto usted una mejor? –respondió Morse, revolviendo la perla en su mano.

–O, sí, las hay mejores, mucho mejores. Yo tengo una… –y su voz cayó–. Mire acá a estos desperfectos: esta manchita negra, esta pequeña depresión. Ni siquiera es redonda, pero bastante buena para una perla corriente.

–Tu ojo es demasiado crítico para tu propio bien, amigo, –lamentó Morse.– Yo jamás desearía una perla más perfecta que esta.

–Es así como dice usted de su Dios, –respondió Rambhau–. Para sí misma, la gente se parece sin falta, pero Dios la ve como en verdad es. –Los dos amigos se dirigieron por el camino polvoriento hacia la aldea.

–Tiene usted razón, Rambhau, pero Dios ofrece la justicia perfecta a todos los que simplemente creen y reciben su oferta gratuita de salvación mediante su Hijo amado…

–No, Sahib. Como yo le he dicho tantas veces, es demasiado fácil. Es allí donde su religión falla. Tal vez yo sea demasiado orgulloso, pero yo necesito trabajar por mi lugar en el cielo. ¿Ve usted aquel hombre allí? Es un peregrino, tal vez a Bombay o a Calcuta. Anda descalzo y pisa las piedras más agudas–y ve como a cada pocos pasos se arrodilla para besar la tierra. Eso es bueno. El primer día del nuevo año iniciaré mi peregrinaje. Por toda mi vida lo he planeado. Me aseguraré del cielo esta vez. Voy a Delhi de rodillas.

–¡Rambhau! ¡Está usted loco! ¡Son casi mil quinientos kilómetros hasta Delhi! La piel de las rodillas se le reventará y usted se envenenará o saldrá con lepra y jamás llegará!

–No. Tengo que ir a Delhi. El sufrimiento será dulce, pues me comprará el cielo.

–Rambhau, amigo. No puede . ¿Cómo puedo permitirlo cuando Jesucristo por su muerte y resurrección ya lo hizo todo para asegurarle el cielo?

Pero el anciano fue inconmovible. –Es usted mi amigo más querido en la tierra, Sahib Morse. Durante muchos años me ha acompañado. En mis enfermedades y en necesidades ha sido usted aveces mi único amigo. Pero ni aún usted puede quitarme este gran deseo de comprarme la dicha eterna. Tengo que ir a Delhi. –Fue inútil. El viejo buzo de perlas no podía comprender, no podía aceptar la gratuita salvación de Cristo.

Unos días más tarde Morse respondió a un llamado a su puerta y encontró a Rambhau.

–¡Mi buen amigo! –exclamó Morse–. Entre usted.

–No, –dijo el buzo–. Quiero que venga usted conmigo a mi casa, Sahib. Quiero mostrarle algo.

El corazón del misionero saltó. Tal vez Dios al fin le contestaba sus oraciones. –Claro que iré, –dijo.

Dentro de la casa, Rambhau hizo que Morse se sentara en la silla donde tantas veces se había sentado antes explicando al buzo el camino a la salvación de Dios. Rambhau salió de la sala y volvió con una pequeña pero pesada caja fuerte. –Esta caja de seguridad la he guardado por muchos años, –dijo–. Guardo en ella sólo una cosa. Ahora le voy a contar. Sahib Morse, yo tuve una vez un hijo.

–¡Un hijo! Rambhau, jamás me dijo ni una palabra de él!

–No, Sahib. No podía.

Mientras el buzo hablaba sus ojos se humedecían de lágrimas. –Ahora tengo que contarle, porque pronto me voy, y ¿quién sabe si jamás vuelvo? Mi hijo también fue pescador de perlas, el mejor en todas las costas de la India: la zambullida más veloz, el ojo más agudo, el brazo más fuerte, y el pulmón más resistente de cualquier pescador de perlas. ¡Qué gozo me traía! Siempre soñaba con hallar una perla mejor que todas las demás. Un día la encontró, pero en su afán de tenerla permaneció demasiado tiempo abajo. Poco después murió. Todos estos años yo he guardado aquella perla, pero ahora, mi amigo, se la obsequio a usted.

El anciano tembló de emoción al abrir el candado de la caja fuerte y con sumo cuidado extrajo un pequeño bulto envuelto. Con ternura abrió las envolturas y sacó una perla inmensa y la colocó en las manos del misionero. Fue una de las más grandes jamás halladas en las costas de la India, y brillaba con una lustre y un resplandor que Morse jamás había visto. Hubiera traído un precio fabuloso en cualquer mercado.

Durante un momento el misionero quedó sin palabras, mirando asombrado a aquella maravillosa perla. –¡Rambhau! ¡Qué perla!

–Esa, sí, es perfecta, Sahib, –replicó en voz suave.

El misionero le miró ahora con un nuevo pensamiento. –Rambhau, esta perla es magnífica, maravillosa. Quiero comprarla. Le daré diez mil dólares por ella.

–¡Sahib! ¿Qué dice usted?

–Bueno. Le daré quince mil dólares por ella, o, si quiere más, trabajaré por pagarla.

–Sahib, –dijo Rambhau, su cuerpo todo rígido–, esta perla no tiene precio. Nadie en el mundo entero tiene dinero suficiente como para pagar lo que vale esta perla para mí. Jamás la podría vender. Sólo puede tenerla como regalo.

–No, Rambhau, no la puedo aceptar así. Tal vez yo sea muy orgulloso, pero es eso demasiado fácil. Yo tengo que ganármela.

El viejo buzo quedó pasmado. –No entiende usted en absoluto, Sahib. ¿No ve? Mi único hijo dio su vida por obtener esta perla, y no hay nada que usted podría hacer para comprarla. Su valor está en la vida, la sangre, de mi hijo. Así, pues, acéptela como muestra del amor que yo le tengo.

Por un momento el misionero no pudo hablar. Entonces apretó la mano de su antiguo amigo. –Rambhau, –dijo en voz baja–, ¿no ve usted? Eso es precisamente lo que Dios le ha estado diciendo a usted.

El buzo le fijó una mirada larga y penetrante, y poco a poco empezó a comprender.

–Dios le ofrece la salvación como regalo gratuito. Es tan grande y tan sin precio que nadie en la tierra podría comprarla–millones de dólares serían muy poco. Nadie puede merecerla ni ganarla por sus esfuerzos–ni con mil peregrinajes no podría usted ganarla. Le costó a Dios la vida y la sangre de su Hijo único para abrirle a usted entrada al cielo. Lo único que puede hacer es aceptarla como muestra del amor de Dios para con usted, pecador.

–Rambhau, claro que le acepto la perla en profunda humildad, rogando a Dios que sea yo digno del amor de usted. Pero, ¿no quiere usted aceptar el regalo de Dios de la vida eterna, en profunda humildad, sabiendo que le costó a él la muerte de su Hijo único para poder ofrecérselo?

Grandes lágrimas corrían por la cara del anciano. La cortina se corría. Al fin comprendió. –Sahib, ahora sí veo. No podía creer que la salvación era gratuita, pero ahora comprendo. Algunas cosas son demasiado preciosas como para comprarse o merecerse. Sahib, yo acepto su oferta de salvación.

«Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5:8).

«De tal manero amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16).

«Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8,9).

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